Cuento de Navidad: La prueba definitiva

                La prueba definitiva

Eran las fiestas de Navidad. Jugábamos en casa de mi tía Elena. Estaba harto de las bromas de mis primos Pedro y Juan. Se daban importancia contando historias acerca de que los Reyes Magos eran los padres y que eran ellos quienes compraban los juguetes. Yo no me lo podía creer, era del todo imposible que mi padre hubiera tenido el dinero suficiente para comprarme, el año pasado, la bicicleta, la pelota de fútbol y la mochila para ir de excursión. De todos modos, me quedó una pequeña duda.

Al día siguiente, a la hora de comer, planteé el tema: "Mis primos, Pedro y Juan, dicen que los Reyes son los padres...”
Mi madre por poco se atraganta por la sorpresa, pero mi padre respondió rápido: "No les hagas caso, lo que pasa es que como no se deberían portar demasiado bien, se han inventado esto para justificar que el año pasado no les dejaron nada... y probablemente tampoco se les  traerán nada este año. "

Mi duda casi desapareció con aquella rotunda explicación. Pero decidí conseguir la prueba definitiva para dar respuesta a mis primos. Me escondería para ver los Reyes Magos. Sí, me escondería la noche de Reyes y así podría explicarles que les había visto y que estaba seguro de que no eran los padres.

Al comentarle la idea a mi hermano menor Miguel, se quedó muy asustado.
-No vayas. Ya sabes que si te ven no te dejan nada.
-No me verán. Me esconderé dentro del arcón del recibidor y cuando oiga ruido abriré un poco la tapa para verlos.
-Es muy arriesgado. Te verán, lo ven todo y te quedarás sin nada.
Intenté tranquilizarlo asegurándole que iría con mucho cuidado para no hacer ruido.

A medida que se acercaba el día iba dándome cuenta de la temeridad de mi decisión. Estuve a punto de volverme atrás. Los patines, el coche teledirigido y la raqueta de tenis que había pedido, pesaban demasiado en contra, pero las ganas de demostrar a mis primos su error era razón más que suficiente para intentarlo. Quería dejarlos sin argumentos y que se tragaran sus bromas.

Llegó el día, la tarde se hizo larguísima, parecía que nunca llegaría el momento. A la hora de la cena no comí nada, y mi hermano me miraba asustado, de reojo. Mi madre comentó que le habían dicho que este año los Reyes venían muy pobres. No costó nada que nos fuéramos a la habitación a dormir de inmediato.

Una vez en la cama, esperábamos que cerraran las luces. Cuando entró mi madre para ver si ya estábamos durmiendo, quietos y con los ojos cerrados hicimos ver que así era. Pasó un buen rato en la que no se oía nada hasta que Miguel que ya se estaba durmiendo de verdad, se despertó de repente para decir que había oído ruido.
-Me parece que he oído pisadas en el comedor.
Me levanté de la cama dispuesto a empezar mi aventura.
Miguel intentó disuadirme.
-No vayas Marcos.
-Estoy decidido. Deséame suerte.

Me sentía como uno de los héroes de mis novelas. Salí de la habitación y, descalzo, corrí por el pasillo hasta el arcón del recibidor. No era la primera vez que me metía allí dentro jugando al escondite con mi hermana mayor. Tenía que tener cuidado para que el tapete que había encima no quedara demasiado desordenado. Por suerte estaba fijado con unas agujas. Una vez dentro estuve un buen rato sin atreverme a moverme para nada... pero, si había llegado hasta allí, tenía que seguir. Levanté un poco la tapa y por la pequeña rendija que me dejaba, miré.

En el comedor había mucha luz, una luz diferente de lo habitual. Al cabo de un momento los ví. Del susto se me cerró la tapa de golpe. ¿Quizás habían oído el ruido? Levanté, lentamente, de nuevo la tapa... y allí estaban en el comedor: Melchor con su barba blanca y una capa de un color que no había visto nunca; Gaspar llevaba una corona con todo de piedras preciosas de diferentes colores que brillaban especialmente, y estaba dejando sobre la mesa el juguete que había pedido Miguel; detrás de la puerta debía estar Baltasar fumándose un cigarro porque se veían los anillos de humo que hacía, y hasta me pareció ver la pluma de su turbante. Eran realmente mágicos: altos, rodeados de una luz especial, se movían con una solemnidad propia de los Reyes,... Me hubiera quedado mirándolos un buen rato pero... ¡venían hacia el recibidor!

Se acercaron, poco a poco, hacia la puerta. Había cerrado la tapa, esperando que no me descubrieran. Desde el fondo del arcón oí claramente la voz de mi padre que decía muy bajito:
-Gracias por todo. Me daba miedo que Marcos con sus dudas no quisiera comprobar por su cuenta cómo eran los reyes.
-Ya te he dicho que estaban bien dormidos. Os hemos hecho venir para nada- dijo mi madre.
-No os preocupéis, ya sabéis que venimos de casa de los netos de Luís que han recibido los regalos directamente de nuestras manos. Son aún muy pequeños y no han echado de menos a Baltasar.
- Jaime, que se mejore tu esposa. Luís dale recuerdos a Marta - añadió mi madre.

Me quedé no sé cuánto tiempo dentro del arcón. Por mi cabeza pasaron las bromas de mis primos, la respuesta de mi padre a mis dudas, mi hermano Miguel que estaría esperándome en la habitación,... y sentía que me estaba haciendo mayor.

Cuando llegué a la habitación, Miguel, sentado en la cama y con voz temblorosa, me preguntó:
-¿Los has visto? ¿Te han visto? ¿Son de verdad?
- Por supuesto que lo son.
-Ya lo sabía, cuéntame, cuéntame cómo son... Y le expliqué: los colores de sus capas, la barba del Melchor, la corona del Gaspar, la majestuosidad de sus movimientos, el resplandor que les rodeaba...

Y seguí contándole... sin llorar,... sin derramar una sola lágrima,... habían quedado todas en el arcón del recibidor junto con una parte importante de mi infancia.

(adaptación del cuento "La duda" de Angelina Lamelas)

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