Cuento de Navidad

Un asno con mucha suerte


Había estado toda la mañana dando vueltas al pozo haciendo trabajar la noria. Me gusta este trabajo. Sé que alguien lo puede encontrar monótono y pesado, pero a mí no me lo parece. Cuando estoy concentrado en el esfuerzo que requiere, pienso en el beneficio que se obtiene de la agua que sube por los cangilones. José la hace llegar hasta el huerto y los árboles frutales que hay detrás de la casa. María la utiliza para cocinar, para lavar la ropa y para regar las flores del jardín que con su aroma alegran mi trabajo. Y cuando es verano y José me limpia el lomo con el cepillo empapado con el agua fresca del pozo, me siento muy a gusto.

Cuando José se acercó al establo, puso aquella manta encima de mis costillas y empezó a preparar las alforjas, comprendí que algún viaje importante íbamos a emprender. A menudo vamos a pueblos vecinos a llevar todo tipo de utensilios que José hace o repara y carga sobre mí, pero aquel debía ser un viaje diferente. Lo notaba por su aspecto. No es un hombre al que los acontecimientos le afecten demasiado, pero aquel día, en su rostro, había un especial gesto de responsabilidad.

Soy feliz con lo que hago aunque cada día sea igual al anterior. Estoy feliz porque veo felices a José y María. Pero la idea de hacer un viaje diferente a los demás me animaba, a pesar de aquel gesto de preocupación de José que no entendía.

Lo entendí cuando vi que sobre mí se sentaba María. Estaba embarazada de meses y estaría a punto de tener el niño. A menudo hablaban de él. Lo hacían con tanto cariño que yo, pobre asno, esperaba con ilusión su venida. Los últimos meses, José había procurado evitar los desplazamientos de María sobre mi lomo sabedor de que, en su estado, no le convenía. Es por eso que me sorprendía la decisión de aquel viaje. No sabía qué podía provocarlo.

Los asnos no sabemos, muchas veces, la razón de las cosas, pero que más da. José y María confiaban conmigo para este trabajo y eso era suficiente. Los quiero, ¿sabéis? Desde que José me compró en el mercado de Jerusalén me he encontrado muy bien con ellos. Hay algo especial en su trato que no es habitual. Los asnos, aunque no lo sabemos expresar bien, lo notamos. Con ellos he trabajado duro, quizás más que nunca, pero a gusto. Haría cualquier cosa por ellos y ahora tenía una ocasión para demostrarlo. ¡Qué suerte tenía!. No los defraudaría.

A juzgar como José cargó las alforjas con comida para varios días, debíamos ir bastante lejos. Atravesamos un gran valle por el que se andaba con facilidad, pero luego el camino se fue haciendo montañoso y difícil. Comprendía que mi paso debía ser ligero para no retrasar la llegada a donde íbamos, pero, por otra parte, llevaba a María y al niño sobre mí y tenía que tener mucho cuidado para no precipitar las cosas. Vi la manera de hacer los pasos con la misma rapidez, pero también con la máxima suavidad, manteniendo el cuerpo casi sin mover y el lomo en posición horizontal. Me cansaba mucho más y cargaba el peso sobre la parte más débil de mis pezuñas, pero valía la pena. No lo notaría nadie y María iría mejor.


Pasamos algunos días. No sé cuántos porque los asnos no sabemos contar. Habíamos parado apenas para dormir un poco y comer algo. Debíamos estar llegando a nuestro destino. Acabábamos de dejar la gran ciudad. Era noche oscura y hacía mucho frío. María notó que faltaba poco para el nacimiento del niño. Oí como se lo decía a José que, aunque sereno, aceleró el paso. Me llevaba cogido por la brida y notaba su prisa porque sin darse cuenta tiraba de ella hasta hacerme daño en el hocico. No me importaba. Tenía las pezuñas destrozadas de tantos días de caminar pero entendía que teníamos que hacer un último esfuerzo.

Finalmente llegamos al pueblo de Belén. Aquel lugar lo conocía. Antes de estar con José Y María, había estado acarreando por aquellos parajes. Unos pastores me habían hecho traer piedras para construir cobertizos donde alojar el ganado.

José nos llevó hacia la posada del pueblo. Esperamos fuera. Salió con el rostro preocupado pues no había lugar para ellos. Lo intentó en dos o tres lugares más pero sin resultado positivo. Me indigné. Los asnos lo hacemos a menudo. Si me hubieran dejado hubiera destrozado con mis patas traseras la puerta de alguna de esas casas para entrar a protegernos del frío y para que María tuviera el niño en un lugar caliente.

Vagábamos de un lado a otro, veía la cara de sufrimiento de José y sentía como María le consolaba, diciéndole que, de un modo u otro esa noche estarían los tres juntos. ¡Los cuatro!, pensaba yo, porque no les dejaría nunca.

De pronto se me ocurrió una solución. ¡Conocía un lugar! Un establo abandonado, medio en ruinas, a la que me habían llevado a hacer noche, alguna vez, cuando estaba con los pastores.

Apresuré el paso hacia las afueras del pueblo. José intentó corregirme la dirección, pero insistí hasta que comprendió que yo sabía dónde iba. Los asnos somos muy tozudos cuando queremos. Tenía que darme prisa. Sabía que se acercaba la hora aunque María no lo dijera. Tenía que subir una pequeña colina lleno de piedras y de zarzas. Ahora, era yo quien tiraba de José. Tenía que tener cuidado de no tropezar, pues el camino no era nada fácil.

Tenía las patas sangrando y las pezuñas me hacían un daño terrible. No sentía el frío. Nada me importaba, sólo llegar a tiempo. Faltaba poco para la medianoche, presentía que se acercaba el momento del nacimiento del niño y quería que tuviera un lugar digno.


No erré el camino. Allí estaba el establo abandonado. Íbamos para entrar cuando vi que había un huésped. Un enorme buey, estaba tendido en medio de la entrada. Por un momento creí que tendríamos problemas. No me hacen mucha gracia los bueyes y menos sus cuernos, aunque estaba dispuesto a todo. Pero no, como si nos estuviera esperando, se levantó y nos dejó paso, yendo a tumbarse al fondo del cobertizo.

José limpió con mucho ahínco la estancia. Tapó con ramas y troncos algunas rendijas del techo y paredes. Con la paja que había preparó, en un rincón, un lecho para María, poniendo las mantas encima. Hizo fuego para calentar el lugar que, junto con el aliento del buey, fue suficiente para combatir la temperatura de aquella fría noche. Yo me quedé tieso en la puerta a fin de evitar, hasta donde era posible, que el aire frío no entrara en el habitáculo.

Me preguntaba porque habíamos caminado tanto para ir a parar a aquel lugar. ¿Por qué el niño de María debía nacer en aquel lugar, lejos de su casa? Los asnos, lo he dicho antes, no entendemos el porqué de muchas cosas, pero tampoco somos tan ingenuos para no entender que alguna razón importante debía haber, ni tan insensibles para saber que algo muy grande estaba sucediendo.

Allí plantado, en la puerta del establo, con las patas que ni las notaba del mal que me hacían, las orejas rígidas por el frío de la noche, con medio cuerpo helado ... Allí plantado, me sentía el más feliz de los asnos, me encontraba bien ... incluso me sentía importante.

Cuando escuché el llanto del niño, un escalofrío convulsionó todo mi cuerpo y un rebuzno alegre se escapó de mi garganta. La estancia se iluminó y no sólo por las antorchas que había improvisado José. Se oían cantos por todas partes, que no había escuchado nunca. Quizás eran los pastores que desde donde estaba veía como se acercaban hacia el establo. La noche se serenó y no hacía tanto frío.

José y María pusieron al niño en un pesebre lleno de paja. Se les veía muy felices, me acerqué y fui a tumbarme detrás suyo, a un lado. En el otro lo hacía el buey y, aunque cada vez me caía mejor, no estaba de más mantener una cierta distancia.

Me sentía muy a gusto, ¡más que nunca! El niño se volvió hacia mí y me pareció que me miraba y me sonreía. Si, sabía que estaba pasando algo muy grande. Aquel niño era muy importante para José, para María, para mí, incluso para el buey... aquel niño sería muy importante para los pastores que se acercaban, para el pueblo de Belén que no lo había acogido, ... para todos. Aquel niño...

Los asnos no acabamos de entender las cosas nunca del todo, pero sabía que querría aquel niño más que a nadie. Me sentía feliz pensándolo y sabiendo que había estado presente en su nacimiento. ¡Qué suerte tenía de estar allí!


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