Cuento de Navidad: Ho, ho, ho...

                 Ho, ho, ho,…

Vino a decírmelo Miguel: "Juan, en la tienda donde he estado haciendo unos arreglos están buscando alguien que haga de Papá Noel por las tardes". Miguel, mi cuñado, es lampista y había estado unos días instalando las luces de Navidad en aquella tienda. Conocía bien la necesidad que tenía de ganar dinero porque más de una vez había tenido que solicitar su ayuda. Trabajaba en el turno de mañana de una empresa metalúrgica, pero con lo que me pagaban nos costaba llegar a fin de mes. Mi mujer, Luisa, estaba enferma desde hacía un par de años y había dejado de trabajar de asistenta en algunas casas. Habíamos tenido tres hijos: un chaval pequeño, Pablo, de seis años que me adoraba, y dos chicas mayores que estudiaban y que por las vacaciones procuraban espabilarse para conseguir algo de dinero que lo dedicaban a sus cosas. Ya habían previsto trabajar en un gran almacén durante las vacaciones de Navidad.

Pensé que podía interesarme. Aunque el trabajo en el turno de mañana era agotador, a las dos terminaba, podía comer y descansar un poco, e ir por las tardes a hacer de Papá Noel. No sería demasiado cansado y ganaría un dinero que me ayudaría a pasar las fiestas. Así pues, aquella misma tarde fui a la dirección que me dio Miguel. La tienda, que era de juguetes, estaba en el barrio rico de la ciudad en una de las calles más comerciales.

Se trataba de estar durante el horario de tarde en la puerta regalando caramelos a los niños que pasaban, haciendo tocar una campanilla como reclamo para que entraran a comprar... "Y no se olvide del Ho, Ho, Ho,…" añadió el dueño al ponernos de acuerdo. No me pagaban demasiado bien para lo que me comprometía: todas las tardes de lunes a sábado hasta Navidad y, también, los domingos y festivos que abrieran; pero no podía dejar pasar esta ocasión. El disfraz de Papá Noel me lo tenía que buscar yo. Lo resolvimos aquella misma tarde, Miguel me dejó un disfraz que había utilizado en una fiesta del colegio de sus hijos hacía unos años y que tuve que completarla comprando unas barbas y una gorra nueva. Mi mujer me forró unos zapatos viejos con ropa roja y acordamos no decirlo a nadie más. Me cambiaría en la tienda para que ni mis hijos ni los vecinos me pudieran ver disfrazado.

Empecé unos días antes de la Purísima. Resultó más cansado de lo que pensaba. Al día siguiente me costó levantarme para ir a trabajar, pero poco a poco me fui acostumbrando. Cuando veía que el dueño estaba ocupado, me apoyaba en la pared para descansar la espalda de forma que no se me cargara demasiado. Cuando llegaba a casa dejaba los cuatro caramelos que me había guardado de la bolsa que me daban cada día, en la habitación de Pablo.

La mayoría de la gente me trataba con respeto, pero a menudo había algún gracioso que o bien me tiraba de las barbas, o me cogía la campanilla, o me tocaba la barriga mientras me imitaba el "Ho, Ho, Ho,...". Una vez una madre se enfadó conmigo porque sólo le había dado un caramelo a su hijo que, con cara de pillo, escondía en la otra mano el puñado de caramelos que me había cogido.

Una tarde vi como mis dos hijas con mi chaval se acercaban paseando. Las niñas deberían tener fiesta y habían decidido llevar a su hermano pequeño a ver las calles ricas de la ciudad. Por supuesto, no podían dejar de pasar por delante de la tienda más importante de juguetes. Me alarmé, ¿me descubrirían? Se acercaron, le di a Pablo un buen puñado de caramelos que me agradeció con su inocente mirada. Luego se detuvo ante el escaparate y vi como los ojos de Pablo anhelaban un tren eléctrico que funcionaba dando vueltas sin parar. No me reconocieron y se fueron tirando de Pablo que no quería dejar de mirar el escaparate.

Por la noche Pau me estuvo hablando un buen rato del tren eléctrico que había visto y cuando se fue a dormir me dijo: "Los caramelos que me dio el Papá Noel son iguales a los que encuentro cada mañana junto a la cama. ¿Será él quien me los deja? ". Le dije que todos los caramelos eran iguales y que el Papá Noel no se paseaba por las casas dejando caramelos. "Es verdad -afirmó- sólo pasa la noche antes de Navidad, cuando nace el niño Jesús."

Desde aquel día no paraba de mirarme el tren eléctrico del escaparate. Vi que lo que costaba era más de lo que ganaría durante las semanas que estaría haciendo de Papá Noel y, además, necesitábamos el dinero para otras necesidades más urgentes.

Aquel juguete se había puesto de moda y no paraba de salir gente con el paquete que contenía el tren, con sus vías y una estación que lo complementaba. Me hubiera gustado poder comprarlo para regalárselo a Pablo, pero era imposible.

Pablo, a menudo hablaba del tren eléctrico y su madre y sus hermanas procuraban quitárselo de la cabeza. Cada vez que veía salir alguien de la tienda con el paquete del tren, veía los ojos de mi hijo ante el escaparate mirándole. Me llegué a obsesionar con la idea de que Pablo no podría tenerlo.

Una tarde, antes de terminar la jornada, vi como una furgoneta descargaba en la puerta del almacén, que estaba situado en la calle secundaria que hacía esquina, varios paquetes de aquel tren eléctrico que se había agotado de tanta gente que lo compraba. Me acerqué tocando la campanilla y haciendo el "Ho, Ho, Ho" que cada día me salía mejor. Había unos cuantos paquetes que iban trasladando dentro del almacén. Uno de ellos había caído de la pila donde estaba. Vi los ojos de Pablo ante el escaparate y no pude resistirme, de una patada lo situé fuera de la vista de los que los transportaban, me quité la almohada que hacía de estómago, la lancé lejos, y coloqué en su lugar el paquete. No me había visto nadie. Volví a la puerta de la tienda, tocando la campanilla con una mano y agarrándome la barriga con la otra para que no me cayera el paquete que a duras penas escondía. Hice que le dijeran al encargado que no me cambiaría porque me esperaba el coche de un amigo para volver a casa. Volví en metro disfrazado de Papá Noel. Antes de entrar en casa me quité el disfraz y una vez dentro escondí el paquete bajo la cama.

Se lo conté a mi mujer, que se quedó horrorizada de lo que había hecho. Según ella tenía que devolverlo, no podía quedarme con un objeto robado, pocos días antes de la Navidad.

Al día siguiente me pareció que no habían echado en falta el paquete. Probablemente el desorden de aquellos días no había dado tiempo de contabilizar las entradas y salidas de todos los artículos.

Mi mujer insistía en que aunque no se hubiera echado de menos debía devolverlo, y poco a poco fui dándome cuenta de la tontería que había hecho. No podía regalarle a mi hijo en Navidad un objeto robado y le dije a Luisa que lo devolvería. Se quedó tranquila y me dio un beso.

No quería, pero, confesarle al dueño mi robo. Podría suponer como mínimo dejarme sin la paga pendiente. Por ello, sin que lo supiera Luisa hice un plan: aquella tarde saldría de casa vestido de Papá Noel llevando el paquete en la barriga bien protegido para evitar que se me cayese, y al terminar la jornada me quedaría dentro del baño donde me cambiaba y no saldría hasta que cerraran. Entonces dejaría el paquete junto con los demás. Al día siguiente tenía fiesta en la metalúrgica, por lo tanto me podría quedar dentro del baño hasta que abrieran y, a media mañana cuando más gente habría, saldría como si nada. Tenía un cierto riesgo, pero valía la pena para poder quedarme tranquilo y no tener que dar explicaciones al dueño.

Así lo hice. Faltaban pocos días para la Navidad. Tuve que decirle a Luisa que ese día trabajaba en el turno de noche y ya no volvería a casa. Todo fue bien hasta que se estropeó. Me quedé en el baño, esperé un buen rato hasta que cerraron la tienda, salí con el paquete y lo dejé junto con los demás, pero cuando iba a regresar al baño me di cuenta que no estaba solo. Unos ladrones habían entrado forzando la puerta del almacén, me enfocaron con la linterna y pensando que era un guardia de la tienda me cogieron y me amenazaban para que abriera la caja fuerte. Me opuse y les recomendé que se fueran, pero ellos me golpearon. Recibí golpes por todo el cuerpo hasta que caí al suelo junto a la mesa de la cajera. Entonces vi en una de las patas de la mesa lo que podía ser el pulsador de la alarma. Lo apreté y empezó a sonar una sirena que asustó a los ladrones, los vi como corrían antes de que perdiera el sentido a causa de los golpes recibidos. Después me contaron que les había costado salir porque la puerta corredera que habían forzado para entrar había quedado atascada sin poderla subir, y cuando lo consiguieron los agarró la policía sin que se llevaran nada.

Cuando desperté estaba en el despacho del dueño. Él y dos policías esperaban que les explicara los detalles. Así lo expliqué: al ir a cambiarme me cogió una indisposición de vientre que me hizo estar un buen rato en el baño, cuando salí estaba todo cerrado y cuando iba a llamar por teléfono para que me abrieran me encontré con los ladrones. A partir de ese momento los conté tal como había ido de verdad.

El dueño me felicitó, me dijo que me acompañarían al hospital para hacerme un reconocimiento y que no volviera hasta la tarde de la víspera de Navidad en que me daría una recompensa por haber defendido con tanta valentía la empresa.

Cuando llegué a casa con la cabeza vendada y con heridas por todo el cuerpo, Luisa se pensó que había tenido un accidente en la fábrica. Tuve que explicarle todos los detalles de lo que realmente había pasado: mi plan, los ladrones, la paliza, la explicación que había dado al dueño,...

 "Tienes que decirle toda la verdad al dueño" - sentenció Luisa. Me costó entenderlo a la primera pero me convenció: no podía mentir y quedar como un héroe cuando no era poco más que un ladrón arrepentido.

La tarde de la víspera de Navidad fui a la tienda dispuesto a decirle al dueño todo lo que había pasado. Me esperaba, me hizo pasar con solemnidad entre los otros empleados y me llevó a su despacho. Allí había dos directivos de la empresa. Estuve a punto de dejarlo como estaba, pero me hice fuerte y le pedí al dueño que quería hablar con él a solas. Se extrañó pero pidió a los otros dos que salieran.

Entonces se lo expliqué todo: el tren eléctrico, los ojos de mi hijo, el robo, el plan para devolverlo,... Mientras iba explicándome la cara del dueño fue cambiando de expresión: de la sorpresa al enojo, y del enojo a un rostro inescrutable que no presagiaba nada bueno. Terminé mi exposición pidiéndole perdón.

Cuando terminé, abrió la puerta y me dijo que fuera a buscar a los dos directivos. Cuando entramos vi que colgaba el teléfono. ¿Habría avisado a la policía?

"Juan me ha contado un detalle que no cambia nada de lo que habíamos decidido" - dijo mientras me daba, sonriendo, un sobre con bastantes billetes. "Bueno, sí que cambia algo..." 

En aquel momento llamaron a la puerta: "Pase" - dijo el amo- "esto también es para usted". Entró el encargado del almacén... con un gran paquete: ¡el tren eléctrico!

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